domingo, 7 de abril de 2013

Comente el cuadro "La tempestad" de Giorgione (Óleo sobre lienzo, 83 x 73 cm, Galería de la Academia, Venecia)



                                                                                             La tempestad, Giorgione

En las tormentas la vida no es vida. En las tormentas está la tormenta, el cielo y luego la tierra. El horizonte que amenaza con desprenderse y si acaso más tarde, como de reojo, el presente.
Las tormentas se apoderan del universo, ensanchan los límites de la percepción y casi ves más allá, los muros parecen caer un poco pero se mantienen en última instancia. Y es por el viento, que se te mete en el alma y te arrastra un poco.
La serenidad inunda el tiempo y ruedan poco a poco silencios por el suelo. Pero todo esto antes de la lluvia.
Porque en que llueve se acaba. La lluvia barre las calles y el alma y despiertas, se lleva el olvido y la eternidad y se acaban los instantes por la monotonía de la gota y la gota y la gota y la gota y la gota.
La lluvia en verdad cae menos que la tormenta. La tormenta se desparrama más. Ahoga más que el agua. La tormenta detiene. Es un aliento previo. Un remolino de pelos. Infancia. Una profunda resignación. La ínfima duda, la ínfima esperanza.
El colapso interno en la inmensa serenidad céfira.

La tempestad es uno de los únicos cuadros que se pueden atribuir inequívocamente al pintor veneciano del siglo XV Giorgione, del cual tenemos escasos datos y una obra excesivamente desperdigada que contribuye al misterio en el que se envuelve el autor.
Mayor misterio si cabe presenta esta tabla, la ausencia de un tema explícito y numerosos elementos que despistan a los excelentes críticos han propiciado multitud de inverosímiles interpretaciones en busca de un tema y no menos cuantiosos y complejos estudios históricos y mitológicos a la caza de una escena “ya escrita” que le dé un necesario por qué a una mujer en pelotas amamantando a un crío bajo la, digamos, divertida, mirada de un cazador, o soldado, o pastor (qué difícil mamma mia).
A ver, Manolito (para que se entienda, cualquier otro nombre despistaría a la crítica, que es un profesor preguntando a un alumno), ¿cuál es el tema de La tempestad de Giorgione? - Una tempestad, profe. - ¡No! ¡Mal! ¡Muy mal! Así nunca llegarás a nada… ¡Eres más simple que…!
Bueno. No es tan descabellado. ¿No?
Quizás (que miedito) el tema… de La tempestad… es… ¿una tempestad?
¿Por qué sino retrotraer la vista del espectador con ese esquema compositivo que te sumerge de lleno en la ciudad estática y muda para luego forzosamente, de reojo, casi por obligación, centrar tu vista (es lo que debes) en el primer plano?
¿Por qué esa aparente calma horrible de los personajes? ¿Por qué sino su intrascendencia? Porque no nos engañemos, no importa quiénes son ni qué diablos hacen.
¿Por qué un agua tan quieta, tan dolorosamente estancada, tan temiendo la lluvia?
¿Por qué una ciudad de muros tan a punto de caer, tan al borde de desparramarse, tan sujetas por el último aliento?
¿Por qué un puente que duda si mantenerse en pie, que se pregunta en milenios los por qués?
¿Por qué un aire tan poroso, tan del fin del mundo? ¿Por qué una luz tan amarga, tan terrible? ¿Por qué una naturaleza tan profunda, tan dadora, tan a merced?
¿Por qué?
Pues porque es una tormenta, y porque las tormentas son así.

martes, 5 de marzo de 2013

Spleen


Hay días en los que la tierra huele a soledad y el asfalto a causas perdidas.
El cielo viene de otros tiempos y entre yo y el mundo se alza un silencio sordo de aire tibio.
Los recuerdos asedian desde el gris de las nubes como amenazando con volver para desmontarte la vida.
Y lo tendrían fácil,
ni siquiera sostenerse tan a media altura, un dejarse caer desolador e irrefrenable.
Sin embargo no es lo horrible saber que el pasado puede desparramarse sobre ti e inundarte la vida de nuevo; lo terrible es notar tus pies hundidos en la tierra y las manos arañando el asfalto y un grito de ayuda que se entibia enmudecido bajo el aire.


lunes, 4 de marzo de 2013

El traje


Admíteme ahora que ya no nos debemos nada
que te va a resultar en extremo difícil
encontrar un traje que te siente por lo menos
la mitad de bien que te sentaba mi amor.


Se ajustaba a tus mañanas
con una naturalidad sorprendente
y realzaba tus victorias
sin ningún reparo,
te hacía los hombros así,
dignos y bastante apetecibles
y no digamos cómo se ceñía a tus brazos
o te marcaba los abdominales
que no han vivido mejor época
que al resguardo de esa camisa.
Y cómo dignificaba tus malos días

e igualaba tus valores a los míos;
cómo por arte de quererte te parecías
cada día un poquito más a quien yo quería
a la orilla de ese traje.
Pero no se trataba sólo
de lo guapo que estabas con él puesto,
también te protegía del viento y de la soledad
y eso que era bastante barato,
te costó sólo el acostumbrarte a llevarlo.
Y por no hablar de lo bien que disimulaba tus derrotas,
volvías siempre de la vida satisfecho,
y eso que por lo que sé no tenías motivos.


Aún con todo ahora parece bastante lógico,
viéndolo ahí colgado cómo nos mira
evidenciando lo ajeno que me resultas sin él,
que dejaras un día de ponértelo,
pues la cotidianidad de su uso 
terminó por desgastarle el brillo
y algún que otro estirón al ponértelo
le había desgarrado las costuras.

Visto así no parece nada extraño,
todos desgastamos los trajes y los zapatos,
pero si te digo que ese traje no es sólo ese traje
sino todo lo que fuimos
entenderás al fin cómo y cuánto
te he querido.

viernes, 1 de marzo de 2013

“Un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura”



Me lleno la cabeza de estas y otras ideas absurdas de un pibe llamado Horacio Oliveira y me convenzo aunque no debiera de que tiene razón y de que la literatura es eso, un jazz a medias y un vodka entero y si hay suerte lluvia en la ventana y no hablar de Flaubert como si de verdad lo conociera o hacer que tengo ochenta y uno y no dieciocho años y que la historia ha pasado por mi y que la conozco por eso y no porque me la haya contado un payaso o mi profesor que para el caso patatas y otros tubérculos. Y que la literatura sólo la entendemos como la jazzología, una ciencia “facilísima después de las cuatro de la mañana. Desaconsejable para señores y clérigos”, a fuerza de desparramarse y mostrarse receptivo y esponjoso en una manta esquimal, y en una esquina bebido por completo con la Maga en un horizonte bastante lejano por el humo y el vodka, y hacerse esas preguntas de Vicente Gallego y seguro resolverlas aunque no tengan ningún sentido pero por lo menos buscarles respuesta y no aprender unas posibles que ojo como discutas y ojo como alteres y ojo porque suspendes.
Me retiro pues al estudio figurativo y contemplativo de este arte porque hay mamá como pretendas perder el tiempo en entenderlo.  

jueves, 28 de febrero de 2013

“...y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro.”


Es también sorprendente la cantidad de silencios que nos hemos dedicado a lo largo de todos estos años, tú y yo que ninguno somos de hablar poco, por la gracia de nuestra obsesiva coincidencia en los pormenores insignificantes de una existencia en la que todavía no sabemos cómo identificarnos. 
El caso es que durante todo este tiempo hemos ido acumulando un gran número de conversaciones entrecortadas o silencios contemplativos de los que no hemos sabido extraer más que la certeza de nuestra mutua desesperación o a caso la prueba irrefutable de que no sabemos convivir si no es en esa clase de noches en que nuestra ausencia se convierte en la de otros y en las que las apocalípticas verdades que solemos encontrar diariamente en nuestro paralelo devenir y que entonces nos parecen ineludibles y definitivas quedan difuminadas en la locura transitoria de las multitudes y las borracheras bajo los puentes y bajo la vida.
Pero no nos salva tampoco el beber de caer en esos monocordes silencios que son ya otro de los aspectos que nos definen, porque los mediodías que el alcohol trae consigo son más duros que cualquier mañana y se presentan frente a nuestra ventana con un detallado registro de todo lo que debemos reprocharnos o simplemente maldecir en silencio frente a un yogur pasado de fecha o un plato de sopa que para variar nos sabe tan agria como esta interminable clase de despertares.
Y lo que llamamos cantarnos las verdades durante esta clase de acostumbradas resacas fue quizá que yo estaba sentada delante de ti, con un reproche en los labios, y tú sostenías una amenaza de abandono y el tiempo soplaba contra nuestras individualidades una lenta lluvia de terrores y proyectos y antiguas soledades.

miércoles, 27 de febrero de 2013

“Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”


Luego llegó el momento en el que por fin entendí la naturaleza de nuestros desencuentros y la terrible dificultad que teníamos para coincidir en la vida y sus variantes; esa sistemática disfunción de nuestro deseo de coincidirnos en los aspectos más irrelevantes de la vida que terminaba por convertirse en la fuente de nuestro continuo continuar continuamente sin continuarnos.
Y ya no sé si es porque cuando llegué a estas y otras conclusiones llegaba también un adelanto de la primavera y la vida me parecía en su mínima constitución estructuralmente geométrica pero creí desde entonces y durante mucho tiempo que existíamos irremediablemente paralelos por la cotidianidad.
Y ya no sólo por esa arista que se levantaba entre nuestras respectivas reservas a aceptar ciertas obviedades sino sobre todo por la relevancia que tuvo desde el principio esa enorme dificultad que teníamos para estar solos, ese extraño pinzamiento del alma cuando por casualidad nos encontrábamos en nuestro constante devenir o cuando una desbandada inapropiada de amigos o de gente en general nos dejaba desoladoramente solos en nuestro no saber estarlo.
Y entonces sí se hacía evidente e innegable para ambos este gran problema de nuestra forma de vivir a la que al final de la jornada ninguno de los dos acertaba a defender con cualquier argumento medianamente válido o simplemente no ridículo ante nuestros respectivos conocidos cuando nos preguntaban qué carajo nos aportaba todo esto.

"...después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo."


Parecía verdaderamente que no te necesitaba y al final me he acostumbrado a ti como las manos se acostumbran al tacto del forro de los bolsillos en invierno. Y es que realmente ya no sé vivir sino a bordo de tus absurdas misiones en las que todavía nos dejamos la piel por tus renuncias y los días y las horas cuando te da por hacernos creer a los dos que no todo está perdido, y te creemos ambos.
Prefiero también no plantearme el sentido de nuestras peripecias por la noche y la vida, porque ahora que este devenir existencial se ha convertido en nuestra más indecible rutina sería estúpido, esto y no renunciar a tu vandalismo a medias o a mi saber estar contaminado: el llegar a la evidente conclusión de que nuestra vida se fundamenta en la filosofía de Gellner que nunca nos importó, en la patafísica que nunca conocimos, en el Rilke que no te conmoverá, en el Heiselberg que no intentaré comprender y en una canción de John Frusciante que ni tú ni yo hemos escuchado.
Así que para llegar a la inoportuna certeza de nuestra inconveniencia como mundo aislado prefiero seguir creyéndote sin reservas como medida preventiva a un no saber vivir por mi cuenta o a una existencia a medias por tu ausencia cuando te escucho hablar de tus imposibles mientras tú acabas esa cerveza y yo siento que esto es la vida.


sábado, 23 de febrero de 2013

Intento de descubrir qué tienen los sudamericanos.


Hay algo que los sudamericanos saben y nosotros no, ese punto de humor en la vida que nosotros, nietos y bisnietos de cristianos viejos, no llegamos a comprender.
Hay algo de chistoso y paradójico en sus soledades que los refugia, no de su pleno padecimiento - de hecho creo que sus soledades son, de cierta manera que todavía no llego a comprender, más solitarias que las nuestras - sino de morir la vida en ellas, como hacemos aquí, acostumbrados al chismorreo y el mercadillo, cuando por casualidad la vida viene sola.
Hay algo en su manera de encajar el desamor que dista lecciones de buen gusto de nuestra acostumbrada pataleta, se ajustan la corbata o atusan el vestido y salen al abandono como se entra a la vida.
Hay algo de relativo en sus pérdidas que les hace superiores a su propio destino: sobreviven a fuerza de elegancia a cualquier tormenta mientras el españolito naufraga en su vaso de agua al ridículo grito de "¡Puta barca!"
Hay algo en sus derrotas que las hace insignificantes ante el triunfo cotidiano del ser medianamente felices aunque, caprichosos como críos, nosotros confundamos tal proeza con la absurda cotidianidad.
Hay en fin algo de la vida que ellos saben por instinto pero que nosotros, herederos del romanticismo con la tragedia en el ADN, nunca entenderemos; una especie de carcajada vital que los aleja del patético autocompadecimiento de nuestras mejores composiciones.

martes, 19 de febrero de 2013

Quizás un día la vida
cuando seamos ya mayores
y podamos dar consejos
de esos que hoy nos dan
y rechazamos
nos demuestre por fin
que simplemente hay que querer
a quien nos quiere.
Y que ella te quiera,
pero ya no la quieras
porque me quieres,
ni tampoco yo te quiera
porque empiece a querer
a aquél que ya he olvidado
y sigamos como hoy,
con la vida acuestas
y también un amor
contra el que hace tiempo
ya nos dimos por vencidos,
tanto tú, como yo, como aquél.
Aunque bien mirado,
tanto tú, como yo, como aquél
estamos juntos en esto.
Deberíamos quizás quedar
a tomar un café por ejemplo
y charlar así, como amigos,
de lo mucho que la quieres,
de lo mucho que te quiero,
y de lo mucho que él me quiere,
relativizar nuestras catástrofes
y reírnos un buen rato,
como de echo hacemos cada día
de otras cosas menos patéticas.
Y ya si eso después,
en volver a casa,
podremos otra vez sentirnos desgraciados
y humillados ante nuestra derrota,
y si nos apetece exagerar
llorar hasta quedarnos dormidos
y levantarnos a la mañana siguiente
con la misma absurda tristeza.
O quizás, sólo quizás,
comencemos a querer a quien nos quiere
y que así la próxima vez no sea un café
sino un par de cervezas lo que tomemos
para celebrar sin motivo
un absurdo e inteligente cambio de tornas.