jueves, 28 de febrero de 2013

“...y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro.”


Es también sorprendente la cantidad de silencios que nos hemos dedicado a lo largo de todos estos años, tú y yo que ninguno somos de hablar poco, por la gracia de nuestra obsesiva coincidencia en los pormenores insignificantes de una existencia en la que todavía no sabemos cómo identificarnos. 
El caso es que durante todo este tiempo hemos ido acumulando un gran número de conversaciones entrecortadas o silencios contemplativos de los que no hemos sabido extraer más que la certeza de nuestra mutua desesperación o a caso la prueba irrefutable de que no sabemos convivir si no es en esa clase de noches en que nuestra ausencia se convierte en la de otros y en las que las apocalípticas verdades que solemos encontrar diariamente en nuestro paralelo devenir y que entonces nos parecen ineludibles y definitivas quedan difuminadas en la locura transitoria de las multitudes y las borracheras bajo los puentes y bajo la vida.
Pero no nos salva tampoco el beber de caer en esos monocordes silencios que son ya otro de los aspectos que nos definen, porque los mediodías que el alcohol trae consigo son más duros que cualquier mañana y se presentan frente a nuestra ventana con un detallado registro de todo lo que debemos reprocharnos o simplemente maldecir en silencio frente a un yogur pasado de fecha o un plato de sopa que para variar nos sabe tan agria como esta interminable clase de despertares.
Y lo que llamamos cantarnos las verdades durante esta clase de acostumbradas resacas fue quizá que yo estaba sentada delante de ti, con un reproche en los labios, y tú sostenías una amenaza de abandono y el tiempo soplaba contra nuestras individualidades una lenta lluvia de terrores y proyectos y antiguas soledades.

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