Hay
algo que los sudamericanos saben y nosotros no, ese punto de humor en
la vida que nosotros, nietos y bisnietos de cristianos viejos, no
llegamos a comprender.
Hay algo de chistoso y paradójico en sus soledades que los refugia, no de su pleno padecimiento - de hecho creo que sus soledades son, de cierta manera que todavía no llego a comprender, más solitarias que las nuestras - sino de morir la vida en ellas, como hacemos aquí, acostumbrados al chismorreo y el mercadillo, cuando por casualidad la vida viene sola.
Hay algo en su manera de encajar el desamor que dista lecciones de buen gusto de nuestra acostumbrada pataleta, se ajustan la corbata o atusan el vestido y salen al abandono como se entra a la vida.
Hay algo de relativo en sus pérdidas que les hace superiores a su propio destino: sobreviven a fuerza de elegancia a cualquier tormenta mientras el españolito naufraga en su vaso de agua al ridículo grito de "¡Puta barca!"
Hay algo en sus derrotas que las hace insignificantes ante el triunfo cotidiano del ser medianamente felices aunque, caprichosos como críos, nosotros confundamos tal proeza con la absurda cotidianidad.
Hay en fin algo de la vida que ellos saben por instinto pero que nosotros, herederos del romanticismo con la tragedia en el ADN, nunca entenderemos; una especie de carcajada vital que los aleja del patético autocompadecimiento de nuestras mejores composiciones.
Hay algo de chistoso y paradójico en sus soledades que los refugia, no de su pleno padecimiento - de hecho creo que sus soledades son, de cierta manera que todavía no llego a comprender, más solitarias que las nuestras - sino de morir la vida en ellas, como hacemos aquí, acostumbrados al chismorreo y el mercadillo, cuando por casualidad la vida viene sola.
Hay algo en su manera de encajar el desamor que dista lecciones de buen gusto de nuestra acostumbrada pataleta, se ajustan la corbata o atusan el vestido y salen al abandono como se entra a la vida.
Hay algo de relativo en sus pérdidas que les hace superiores a su propio destino: sobreviven a fuerza de elegancia a cualquier tormenta mientras el españolito naufraga en su vaso de agua al ridículo grito de "¡Puta barca!"
Hay algo en sus derrotas que las hace insignificantes ante el triunfo cotidiano del ser medianamente felices aunque, caprichosos como críos, nosotros confundamos tal proeza con la absurda cotidianidad.
Hay en fin algo de la vida que ellos saben por instinto pero que nosotros, herederos del romanticismo con la tragedia en el ADN, nunca entenderemos; una especie de carcajada vital que los aleja del patético autocompadecimiento de nuestras mejores composiciones.
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