jueves, 28 de febrero de 2013

“...y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro.”


Es también sorprendente la cantidad de silencios que nos hemos dedicado a lo largo de todos estos años, tú y yo que ninguno somos de hablar poco, por la gracia de nuestra obsesiva coincidencia en los pormenores insignificantes de una existencia en la que todavía no sabemos cómo identificarnos. 
El caso es que durante todo este tiempo hemos ido acumulando un gran número de conversaciones entrecortadas o silencios contemplativos de los que no hemos sabido extraer más que la certeza de nuestra mutua desesperación o a caso la prueba irrefutable de que no sabemos convivir si no es en esa clase de noches en que nuestra ausencia se convierte en la de otros y en las que las apocalípticas verdades que solemos encontrar diariamente en nuestro paralelo devenir y que entonces nos parecen ineludibles y definitivas quedan difuminadas en la locura transitoria de las multitudes y las borracheras bajo los puentes y bajo la vida.
Pero no nos salva tampoco el beber de caer en esos monocordes silencios que son ya otro de los aspectos que nos definen, porque los mediodías que el alcohol trae consigo son más duros que cualquier mañana y se presentan frente a nuestra ventana con un detallado registro de todo lo que debemos reprocharnos o simplemente maldecir en silencio frente a un yogur pasado de fecha o un plato de sopa que para variar nos sabe tan agria como esta interminable clase de despertares.
Y lo que llamamos cantarnos las verdades durante esta clase de acostumbradas resacas fue quizá que yo estaba sentada delante de ti, con un reproche en los labios, y tú sostenías una amenaza de abandono y el tiempo soplaba contra nuestras individualidades una lenta lluvia de terrores y proyectos y antiguas soledades.

miércoles, 27 de febrero de 2013

“Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”


Luego llegó el momento en el que por fin entendí la naturaleza de nuestros desencuentros y la terrible dificultad que teníamos para coincidir en la vida y sus variantes; esa sistemática disfunción de nuestro deseo de coincidirnos en los aspectos más irrelevantes de la vida que terminaba por convertirse en la fuente de nuestro continuo continuar continuamente sin continuarnos.
Y ya no sé si es porque cuando llegué a estas y otras conclusiones llegaba también un adelanto de la primavera y la vida me parecía en su mínima constitución estructuralmente geométrica pero creí desde entonces y durante mucho tiempo que existíamos irremediablemente paralelos por la cotidianidad.
Y ya no sólo por esa arista que se levantaba entre nuestras respectivas reservas a aceptar ciertas obviedades sino sobre todo por la relevancia que tuvo desde el principio esa enorme dificultad que teníamos para estar solos, ese extraño pinzamiento del alma cuando por casualidad nos encontrábamos en nuestro constante devenir o cuando una desbandada inapropiada de amigos o de gente en general nos dejaba desoladoramente solos en nuestro no saber estarlo.
Y entonces sí se hacía evidente e innegable para ambos este gran problema de nuestra forma de vivir a la que al final de la jornada ninguno de los dos acertaba a defender con cualquier argumento medianamente válido o simplemente no ridículo ante nuestros respectivos conocidos cuando nos preguntaban qué carajo nos aportaba todo esto.

"...después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo."


Parecía verdaderamente que no te necesitaba y al final me he acostumbrado a ti como las manos se acostumbran al tacto del forro de los bolsillos en invierno. Y es que realmente ya no sé vivir sino a bordo de tus absurdas misiones en las que todavía nos dejamos la piel por tus renuncias y los días y las horas cuando te da por hacernos creer a los dos que no todo está perdido, y te creemos ambos.
Prefiero también no plantearme el sentido de nuestras peripecias por la noche y la vida, porque ahora que este devenir existencial se ha convertido en nuestra más indecible rutina sería estúpido, esto y no renunciar a tu vandalismo a medias o a mi saber estar contaminado: el llegar a la evidente conclusión de que nuestra vida se fundamenta en la filosofía de Gellner que nunca nos importó, en la patafísica que nunca conocimos, en el Rilke que no te conmoverá, en el Heiselberg que no intentaré comprender y en una canción de John Frusciante que ni tú ni yo hemos escuchado.
Así que para llegar a la inoportuna certeza de nuestra inconveniencia como mundo aislado prefiero seguir creyéndote sin reservas como medida preventiva a un no saber vivir por mi cuenta o a una existencia a medias por tu ausencia cuando te escucho hablar de tus imposibles mientras tú acabas esa cerveza y yo siento que esto es la vida.


sábado, 23 de febrero de 2013

Intento de descubrir qué tienen los sudamericanos.


Hay algo que los sudamericanos saben y nosotros no, ese punto de humor en la vida que nosotros, nietos y bisnietos de cristianos viejos, no llegamos a comprender.
Hay algo de chistoso y paradójico en sus soledades que los refugia, no de su pleno padecimiento - de hecho creo que sus soledades son, de cierta manera que todavía no llego a comprender, más solitarias que las nuestras - sino de morir la vida en ellas, como hacemos aquí, acostumbrados al chismorreo y el mercadillo, cuando por casualidad la vida viene sola.
Hay algo en su manera de encajar el desamor que dista lecciones de buen gusto de nuestra acostumbrada pataleta, se ajustan la corbata o atusan el vestido y salen al abandono como se entra a la vida.
Hay algo de relativo en sus pérdidas que les hace superiores a su propio destino: sobreviven a fuerza de elegancia a cualquier tormenta mientras el españolito naufraga en su vaso de agua al ridículo grito de "¡Puta barca!"
Hay algo en sus derrotas que las hace insignificantes ante el triunfo cotidiano del ser medianamente felices aunque, caprichosos como críos, nosotros confundamos tal proeza con la absurda cotidianidad.
Hay en fin algo de la vida que ellos saben por instinto pero que nosotros, herederos del romanticismo con la tragedia en el ADN, nunca entenderemos; una especie de carcajada vital que los aleja del patético autocompadecimiento de nuestras mejores composiciones.

martes, 19 de febrero de 2013

Quizás un día la vida
cuando seamos ya mayores
y podamos dar consejos
de esos que hoy nos dan
y rechazamos
nos demuestre por fin
que simplemente hay que querer
a quien nos quiere.
Y que ella te quiera,
pero ya no la quieras
porque me quieres,
ni tampoco yo te quiera
porque empiece a querer
a aquél que ya he olvidado
y sigamos como hoy,
con la vida acuestas
y también un amor
contra el que hace tiempo
ya nos dimos por vencidos,
tanto tú, como yo, como aquél.
Aunque bien mirado,
tanto tú, como yo, como aquél
estamos juntos en esto.
Deberíamos quizás quedar
a tomar un café por ejemplo
y charlar así, como amigos,
de lo mucho que la quieres,
de lo mucho que te quiero,
y de lo mucho que él me quiere,
relativizar nuestras catástrofes
y reírnos un buen rato,
como de echo hacemos cada día
de otras cosas menos patéticas.
Y ya si eso después,
en volver a casa,
podremos otra vez sentirnos desgraciados
y humillados ante nuestra derrota,
y si nos apetece exagerar
llorar hasta quedarnos dormidos
y levantarnos a la mañana siguiente
con la misma absurda tristeza.
O quizás, sólo quizás,
comencemos a querer a quien nos quiere
y que así la próxima vez no sea un café
sino un par de cervezas lo que tomemos
para celebrar sin motivo
un absurdo e inteligente cambio de tornas.